domingo, 27 de abril de 2008

La caja.





Un eclipse, digo yo, ya no sorprende. Ya ha sido catalogado y puesto en la caja de los sucesos ordinarios: la misma donde cabe el auto, las valijas, y las vacaciones. Donde caben el perro y la corbata y el jefe. Y los hijos, si es que tiene. Es que esa caja parece haberse vuelto infinita. Para desprevenidos: una caja infinita –al contrario de lo que parece- no es un espacio donde nunca se terminaría de guardar cosas. Sino un lugar donde aquello que uno iría a guardar –sea lo que sea- ya ha estado ahí desde siempre. ¿Cómo puede faltar algo en ella, si como se ha dicho, la caja es infinita? Todo comenzó cuando en una librería de Villa Gessel, me compré Respiración Artifical de Piglia. Como me vi obligado a posponer la lectura, decidí destinarlo al resguardo de la cajita en cuestión. En el preciso instante en que voy colocar el libro, sintiendo la dureza de la tapa en el tacto, encuentro que éste no está en mi mano. Sino que con asombro, lo veo reposar sobre el fondo de la caja. Ya estaba ahí. Desde entonces cada uno de mis días es una parodia de otro: antes de verme con ella, encuentro en la caja el beso que me dará mi novia; el asiento del colectivo que dejaré a una embarazada; la mancha en la ropa de un helado del futuro. Ya dije yo, como es la caja que tengo: en un capítulo de Alicia a través del espejo, Alicia grita antes de golpearse y bebe antes de tener sed, yo no me siento lejos de Alicia; todo lo posible de experimentar, lo hallo por adelantado en el cubo marrón. Es que la caja encierra el vastísimo reino de la posibilidad. Pero también es terrible una cosa: dentro de la caja estoy yo mismo, preocupándome por la caja; y este relato, y los lectores del relato; y la caja misma.