martes, 20 de mayo de 2008

El fantasma de Canterville.

Este fantasma es presentado por el autor como un oxímoron ya que, desde el principio del cuento, comienza a carecer de la capacidad de aterrorizar inherente a la naturaleza de todo espectro.

Intuimos que esa era justamente la intención de Wilde mostrar un dispositivo –el de la aristocracia representada en la figura del fantasma- que en un momento entra en plena contradicción consigo misma, contradicción entre sus formas superficiales como simulacros de gestos que tienen su razón de ser en siglos pasados, y el contenido o sustancia de la aristocracia cada vez más invadida por elementos foráneos suministrados por la cultura democrática-republicana-estadounidense –representada en el relato de Wilde por la familia Otis- , es como si el autor nos dijera, desde su inmortal ironía, que en su época encontrarse frente a un verdadero aristócrata es una tarea tan difícil e improbable como presenciar la aparición de un espectro

La cultura americana defensora de una “fe” absoluta en una concepción científico-tecnológica del mundo desplaza la creencia en fantasmas. El desopilante pragmatismo desplegado por el tipo de vida americana entra en choque con el delicioso, aunque un poco rancio, estilo británico del fantasma. En la propaganda de productos de mercado como el detergente Pikerton’s Champion Stain Remover y el lubricador Tammany Rising Sun, ofertados como soluciones mágicas ante cualquier tipo de mancha -o de problema lo mismo da-, Wilde parece vislumbrar, con una genialidad que roza lo profético, la etapa actual de un capitalismo consumista y masificado.

El autor introduce a los nuevos habitantes de la casa que perteneció a lord Simon de Canterville como aquellas personas incapaces de apreciar el valor simbólico de ciertos fenómenos –en este caso la mancha de sangre que aparece en la casa- y así le echa una esclarecedora mirada a la cuestión de la vulgaridad americana. El norteamericano es vulgar porque a fuerza de codificar todo lo que lo circunda a partir de una concepción utilitarista termina siendo incapaz de entender aquello que escapa de la literalidad a la que redujo el mundo. Por tanto, desde esta lógica, el símbolo (como posibilidad de romper con la linealidad impuesta al significado desde dicha concepción) se vuelve incomprensible.

En las antípodas hallamos al aristócrata cuyas acciones son signos que se refieren a otras empresas realizadas en el pasado, la tradicional aristocracia inglesa se mueve en el terreno de la representación por tanto ningún gesto vale en sí mismo; el presente se vuelve una simulación cuya artificiosidad reside en que éste es una constante reiteración del pasado.

Y sir Simon es ferozmente aristócrata, de tanto iterar el pasado se olvidó del insignificante hecho de que -en el presente- está muerto. El cuerpo desgastado del fantasma se convierte en un símbolo cuyo referente va muriendo, se ve obligado a repetir infinitamente un repertorio de muecas pasadas de moda con el fin de conservar un estado de cosas en peligro de extinción.

Por otro lado, la relación aristócrata- norteamericano demócrata aparece caracterizada en la obra de Wilde desde el miedo. En este sentimiento surgen dos polos bien diferenciados: aquel que lo detenta y aquel que lo sufre, en el texto ambos polos van rotando hasta el punto de llegar a la ridícula situación de que los pequeños hijos de los Otis espantan al fantasma.

A la vez que la tradicional aristocracia inglesa va perdiendo su capacidad de producir respeto -y miedo-, el estilo de vida de los usurpadores termina por contagiarlo todo y finalmente, en uno de los momentos más hilarantes del relato, el espectro se ve obligado a usar el aceite lubricante Rising Sun para silenciar el ruido que provocan sus cadenas centenarias.

Los niños Otis que representan el futuro en una sociedad que busca obsesivamente la juventud, terminan expulsando al fantasma (concebido por la visión pragmática como una supervivencia de estadios menos evolucionados del desarrollo tecnológico) a espacios infinitamente pequeños, el fantasma acorralado se oculta en el ámbito de la memoria. Queda en claro en el texto de Wilde que la sociedad estadounidense elige cortar relación con el pasado y con la sangre inglesa que otrora colmó sus venas, lo que aparece simbolizado en el acto de limpiar la mancha de sangre del piso con el tan ponderado detergente.

La mancha, como sabemos, fue producida por el derramamiento de la sangre de lady Eleanor de Canterville y reaparece sobre el piso de la casa como presagio de muerte.
Sin embargo Wilde nos da pistas para desembozar el verdadero sentido de la mancha, esta última advierte acerca de una muerte pero también de una resurrección.

A lo largo del relato vemos una lucha entre los dos frentes referidos más arriba, el estilo de vida aristocrático y el estadounidense, y en un momento de la lucha se va a producir una alteración radical, algo así como una transustanciación que se completa cuando la mancha de sangre se transforma -de roja y púrpura- en verde esmeralda (color de la moneda estadounidense); para lograr que el piso adquiera este color el fantasma utiliza unas acuarelas de Virginia (la hija adolescente de los Otis) dejando en la paleta de la joven su propia sangre simbolizada en el color azul.

Todo esto apunta a una posible respuesta, aquel que debe desaparecer es el fantasma y con él la sangre pura y sin mezcla de la aristocracia, la sangre del nuevo siglo (recordemos que Wilde escribe este relato hacia fines del siglo XIX) será verde. Allí donde lady Eleanor y sir Simon deben morir Virginia renace.

Si bien la aristocracia representa el pasado del viejo mundo –y es por tanto doblemente vieja- la solución no implica un descabellado abandono de los tiempos pretéritos, esto es lo que intenta el polo norteamericano-tecnocrático-utilitarista y por eso fracasa, ya que al despreciar toda relación con el pasado se agota en el propio presente y ni siquiera es capaz de ver las señales que simbolizan su futuro promisorio, representada en el relato por el color esmeraldino.

Y hacia el final parece surgir en el texto una tenue luz de esperanza, la heroína logra lo que hasta ese momento parecía imposible, fusiona en su persona ambas naturalezas en apariencia contradictorias y entonces lo redimible de la aristocracia, su fuerza y superioridad resurge en la figura de la virginal protagonista.

domingo, 27 de abril de 2008

La caja.





Un eclipse, digo yo, ya no sorprende. Ya ha sido catalogado y puesto en la caja de los sucesos ordinarios: la misma donde cabe el auto, las valijas, y las vacaciones. Donde caben el perro y la corbata y el jefe. Y los hijos, si es que tiene. Es que esa caja parece haberse vuelto infinita. Para desprevenidos: una caja infinita –al contrario de lo que parece- no es un espacio donde nunca se terminaría de guardar cosas. Sino un lugar donde aquello que uno iría a guardar –sea lo que sea- ya ha estado ahí desde siempre. ¿Cómo puede faltar algo en ella, si como se ha dicho, la caja es infinita? Todo comenzó cuando en una librería de Villa Gessel, me compré Respiración Artifical de Piglia. Como me vi obligado a posponer la lectura, decidí destinarlo al resguardo de la cajita en cuestión. En el preciso instante en que voy colocar el libro, sintiendo la dureza de la tapa en el tacto, encuentro que éste no está en mi mano. Sino que con asombro, lo veo reposar sobre el fondo de la caja. Ya estaba ahí. Desde entonces cada uno de mis días es una parodia de otro: antes de verme con ella, encuentro en la caja el beso que me dará mi novia; el asiento del colectivo que dejaré a una embarazada; la mancha en la ropa de un helado del futuro. Ya dije yo, como es la caja que tengo: en un capítulo de Alicia a través del espejo, Alicia grita antes de golpearse y bebe antes de tener sed, yo no me siento lejos de Alicia; todo lo posible de experimentar, lo hallo por adelantado en el cubo marrón. Es que la caja encierra el vastísimo reino de la posibilidad. Pero también es terrible una cosa: dentro de la caja estoy yo mismo, preocupándome por la caja; y este relato, y los lectores del relato; y la caja misma.